Y un
día la noche se oscureció en la más tenebrosa oscuridad. Pero afuera había
estrellas en el cielo, todavía.
Y el eco
de la voz que nadie quiere oír, llegó hasta aquella ciudad y cubrió de un manto
de sangre todo el país. Fue la ciudad cuna de aquello que crece y sin control,
se desparrama. Como la sangre, que asoma aún caliente por debajo de una puerta.
La sangre que se lleva por delante las bocas abiertas por el asombro, los ojos
furiosos por no querer ver ese horror, las gargantas cerradas, apenas dejando
pasar la saliva de un trago frío. La sangre se lleva el aplomo de los que así
confirman sus sospechas, el llanto de las hijas que se quedaron sin su papá.
Sangre.
Debería salir por los grifos de las casas, debería mancharles la piel, teñirlos
de colorado, dejarles su olor. Sangre. ¿Deberían torturarse con ella? Deberían no olvidar
y hacer algo para que no vuelva. A ese país le
vendría bien no mancharse otra vez de sangre, de esa misma que genera abriendo
incansablemente, heridas de muerte.
El país de la sangre, tarde o temprano, volverá a tener sus aguas claras. Pero ahora, la noche más oscura ha llegado y ya casi no puede ser más negra esta oscuridad. Casi… porque afuera (parece) hay estrellas en el cielo, todavía.
El país de la sangre, tarde o temprano, volverá a tener sus aguas claras. Pero ahora, la noche más oscura ha llegado y ya casi no puede ser más negra esta oscuridad. Casi… porque afuera (parece) hay estrellas en el cielo, todavía.