27 de enero de 2014

IDEAS

Tengo unas ideas dando vueltas desde que emprendí este viaje. Estas ideas se encuentran en un mismo lugar y son las montañas.
Lo insignificantes que somos es un misterio que contemplo desde mi soledad. Algunas veces resulta que alguien más está con su soledad casi a la par mía y entonces ahí, es cuando un buen momento sucede. Nos deberíamos ocupar más a menudo de que sucedan esos “buenos momentos” que traen personas, historias, cambios, a nuestras vidas. 
Yo creo que cuando observamos con atención, ocurre lo inesperado. He aprendido que estar atento no es ir midiendo, ni estar en guardia. Por el contrario, siento que pongo atención cuando la mente está en calma y me sorprendo con la boca abierta, mirando los inmensos Andes.
O me doy cuenta que ya estoy tiritando de frío de estar estática, sentada sobre esa roca, en la cima de la montaña.
O cuando miro la hora y compruebo que ha pasado más tiempo del pensado, con ese extraño que acabo de conocer.
O cuando tomo registro de lo liviano que se ha puesto mi cuerpo, al estar observando el ir y venir del agua, en un lago o el mar.
He aprendido que en momentos así, fue cuando estuve atenta y lo imprevisto sucedió. Y fue un buen momento.
Hace unos años las montañas vienen contándome algo. Y mientras recreo la vista observándolas, el Sol cambia de lugar, las nubes se forman en el cielo, mi cabello va y viene de un lado a otro, movido por el viento. Y entonces creo que lo que cuentan las montañas es el tiempo. Quizá esto sea más que obvio, pero hoy realmente lo entiendo. Y hasta puedo sentir como el pasado queda atrás. Esta acción de soltar lo que ya no es presente, que tanto me cuesta.
Mirando ahora este lago y el viento que empuja su agua hacia la orilla, es autentica la sensación de presente. No es más que esto ahora mismo, y está bien.
Y las montañas me hablan del tiempo.
Escucho.
Atenta.
Aprendí que el camino soy yo, que él espera por mí. Hoy aprendo que yo soy mi propio tiempo. Y siento este pensamiento tan autentico como este presente maravillosamente azul, como el agua de este lago, y calmo, como las montañas que están detrás. Gentil, como el viento que da sobre mi cara, y eterno, como el vuelo de un ave que está más allá.
Y cuando me estaba yendo pedí un deseo: que sea posible, pensé. Y de inmediato obtuve una respuesta, como el eco que rebota en las paredes imponentes del Cañón de Talampaya. Ese eco tan sólo me dijo: está en tus manos. Haz que suceda.


14 de enero de 2014

VALE LA PENA

Cuando empiezo un viaje, cualquiera que sea, tengo la necesidad de convertirlo en un antes y un después. Hacerlo que valga la pena, empezar con esa certeza, sin saber lo que pueda suceder en él. 
Un viaje siempre vale la pena.
No necesito cortar rutinas para emprender un viaje. Lo organizo cuando tengo la llamada interior de salir de donde estoy para llegar a otro lugar. Y es más difícil cuando irse no es una idea muy clara, pero al mismo tiempo el verbo "viajar" llena de esperanza los días.
Pero no está mal irse, no es peligroso. Debe poder más el misterio de conocer lo que se transforma en un viaje. Así debe ser. No porque esté escrito en algún manual, sino porque al fin y al cabo, es lo que nos hace bien: la transformación. 
Transformar los edificios en campo abierto o viceversa, para el que viene a una ciudad. Transformar un día igual a otro, en la sorpresa del destino, sin plan, como lo que es.
Una vez escribí una pregunta: ¿Quién se anima a viajar en soledad? Y respondiéndola me sentí la viajera más afortunada por la valentía de encontrarme como respuesta. La soledad, aprendí, es lo primero que se transforma en un viaje. En formas, colores, sonidos, personas.
Hay destino, pero también hay elección. Aunque quizá es todo parte de lo mismo. 

Cuando empiezo un viaje, cualquiera que sea, tengo la certeza de que vale la pena.
Y sabiendo que todo se transforma, ya no creo que lo que ocurra luego de un viaje, tenga algo que ver con lo que usualmente llamamos "volver".