25 de noviembre de 2013

(Sin título)

No tengo fe de que vuelvas, solamente sueño que un día vas a volver.
Cuán fuertes pueden ser cuatro meses en treinta cuatro años. Dejar las marcas más significativas en tu vida, tan sólo por ciento veinte días. A veces pienso que tan corto lapso de tiempo, podría haberse evitado. No poner tantos sueños en juego, no confiar. Si en cuatro meses, quizá, conociéndonos como buenos amigos, podríamos haber resuelto lo mismo y dejarlo sin causar tanto dolor. Ahora quedan tantos recuerdos dando vueltas, tantas sensaciones aún latentes, que parece que van a volver a revivirse cada día, pero no.
Ya no son más que recuerdos de cuatro meses en treinta cuatro años.
Y es como una pequeñísima mancha que resaltará toda la vida. Porque en treinta y cuatro años no hubo algo igual y de hecho, fue el sueño soñado todos esos años. Hoy vuelve a ser un deseo, hoy todo está como siempre estuvo, aprendiendo lo que nunca aprendo, porque el gran amor sigue siendo más importante que mi propia vida, o más bien, sigue siendo el mayor motivo por el que soñar.
Podría haber sido distinto, podríamos no haber comenzada nada. Me encantaría poder hacer de cuenta que fue así y solamente sentir que esta decepción es una más de tantas otras. Que no hubo mucho más que conocernos para darnos cuenta que podría ser, pero no.
Y me quedaría lo mismo con la frustración de una conquista más que no prospera, pero no tendría el corazón partido como lo tengo ahora y no tendría la certeza de que estos cuatro meses serán por siempre los más maravillosos, porque pude confiar que mis sueños (y los tuyos) se podían hacer realidad.  




UN LAGO

Un lago, otro lago, más lagos.
La vida cerca de un lago.
La tarde entera cerca del lento mover de las aguas de un lago. Aunque a veces sean tan fuertes como el viento mismo las quiera llevar.
Yo he visto algunos lagos. En este sitio pequeño cerca de la montaña, he visto uno grande, turquesa y otro más pequeño, de ensueño. Sus aguas estuvieron calmas durante mi visita y la luz del Sol me abrigo, hasta dejarme en traje de baño y mojar el cuerpo en sus aguas frescas.
Un lago, otro lago…
Y la montaña enmarcando la tarde perfecta. El atardecer más calmo que podría perdurar toda la eternidad. Deseo que se congele la hora y todos los sentidos vivan como nunca en otro sitio han podido vivir tanto. He leído y escrito mucho en estos años, pero mi vista nunca se ha ejercitado tanto, vislumbrado y estremecido, como con lo que se encuentra viendo a su alrededor. Todo a su completo derredor.
La mente está en calma hace varios días, exactamente desde el mismo día que partí. La mente está en calma porque está en su estado natural. A pesar de mi cuerpo indeciso, meticuloso. La mente grita por este estado natural. La escucho, la siento, le lloro. Me acelera la respiración, me vuelca las palabras.
Lago Puelo ha culminado esta travesía.
Desde este fin, miro el nuevo comienzo. Cada viaje te abre caminos, te llena de palabras. O de silencios. No hay que ignorar nada, todo está aquí y ahora para ser visto y sentido. Porque lo que llega a tu camino se te aparece de la manera en la que puedas sentir. Y entonces queda la obligación con uno mismo de ir hacia donde se comienza a perfilar la senda. Y ahi está la mía, cada vez más nítida, a veces cerca, muy cerca. A veces lejos, temerosa.
Me lleva… me muestra… me encuentra…

Un lago, otro lago, más lagos.
Fuentes de agua entre las montañas.
Y yo aquí dejo un deseo en medio de aquella nube, la que se posa sobra estas aguas turquesa, las aguas del lago que un día me verá vovler.

VIVIR DE VIAJE

¿Cómo hacer para olvidarse de la península?: alucinando con las montañas, camino a El Bolsón. Y cuanto más dure el amanecer, en las curvas y contra curvas del camino, más infiel soy con cada sorpresa que regala el paisaje. Las nubes quedan reposando sobre las laderas de las montañas y otras quedan al alcance de la mano, como para jugar como un niño a querer deshacerlas.
El fuego en el horizonte, línea que ahora es ondulada e imperfecta, fue rosa, amarillo, tan sólo un momento atrás. Las nubes son una pintura antojadiza del propio espacio para que al menos hoy y ahora, alguien más que las montañas, disfrute del espectáculo de colores en el que se transforma este amanecer en esta ruta.
Dormir seis noches en El Bolsón, le ha dado cierto descanso al afán turístico de ver y guardar. Me ha permitido sentir el disfrute diario de un paisaje tan natural e imponente como las montañas mismas. O los cielos estrellados, en las noches frías. Y las tardes abrazadas al calorcito del Sol, junto a algún lago o un río. Hacer la maleta hoy temprano, fue como un “dejar algo”. Dejar algo mío, pero dejar también, algo de lo que me gusta recibir cada día.  El color de las montañas, la sombra de las nubes en ellas, las formas de las rocas, más nítidas cuanto más les llega la luz del Sol, el cantar de algún ave, el sonido del agua andando su curso convertida en río, o en la orilla de algún lago.
Vivir siete días en El Bolsón fue haber disfrutado la posibilidad de conocer gente, de saludarte con el que se cruza en tu camino andando en alguna montaña o desayunando en el hostel. Conocer las historias de los que van y vienen, de los que se quedaron, de los que creen en la magia, de los que aman la cultura mapuche, de los que conocen la vasta vegetación y los frutos, de los artesanos, de los viajantes.
De lo mío que queda, puedo saber que es más que nada una huella. Una sonrisa, una profunda respiración. Una caricia en alguna planta o la marca de mis pies en alguna piedra. La mirada… le dejo un guiño de placer a cada momento del día del cerro Piltriquitrón, guardián de esta gente y sus sueños. A la cordillera, del otro lado del paisaje, donde atardece el día detrás de algunos cerros nevados eternamente.
La primera impresión fue que si estás en El Bolsón, tenés que subirte a algún refugio de montaña, embarcarte en la travesía de andar alguna ruta sinuosa o de ripio y llegar a donde la naturaleza muestra su más hermosa entraña, donde permite que los cinco sentidos exploten. La siguiente impresión es la de esta viajante observadora, contemplativa. Válida también en este paisaje tan activo para transitar. Y entonces ahí estuve, atenta con los cinco sentidos para absorber ese bálsamo que lo es todo en este planeta. Sentirme como una minúscula partícula en todo este infinito. Que de verás considero que así lo es. Sentirme viva.

Vivir de viaje es también lo que me gusta observar a través de la ventana. Sin rumbo, agradeciendo llegar a los lugares que debía llegar. Partiendo una y otra vez, con la maleta a cuestas y cierta idea de que algún día tendré que volver.
¿A dónde?: creo que aún no lo sé. 

UN RINCÓN EN EL MUNDO



Esta playa sin nombre es el mejor territorio donde regresar
para compartir el aire sencillo del mar y caminar,
con la libertad concedida de ignorar el día de mañana.


Península Valdés estuvo alguna vez debajo del agua. Y lo que hoy es Puerto Pirámides, también.
Es por esto que en sus piedras están petrificadas miles de caracolas, que antes de recibir de lleno la luz del Sol, flotaban. Vivían en el mundo subacuático.
Alucino observándolas.
Intento adivinar los cientos o miles de años que tienen. Y están acá, al alcance de la mano. Tan sólo necesito extender el brazo y tomar una. O acercar la cámara de fotos y guardar sus colores, sus posiciones en la roca, estáticas por un momento, hasta que el agua, el viento, sigan erosionando la piedra que la envuelve. La historia, que tantas veces está en los libros, aquí se desparrama por las playas y las restingas.
Pirámides se me hacía un lugar soñado, como cuando subí a las nubes, con el tren, en Salta. Y la felicidad por haber llegado aquí se me convierte lágrima repentina, nudo en la garganta, grito al vacío, sonrisa.
Pirámides, junto con la península, o mejor dicho, gracias a ella, emergió para darle a este planeta un rincón en el mundo. Los animales llegaron mucho antes que el hombre, y qué mejor sabiduría que la de ellos. Se me ocurre que quizá sus ancestros ya estaban por estas rocas cuando todo estaba bajo el agua y que por esto, ellos continúan viniendo por aquí.
Pirámides es la tranquilidad que soñé encontrar. Es no querer despegarme de la playa. Es llenarme de ganas de este paisaje y sonidos para vivir.
Son parte de esta aldea las formas y colores de los acantilados, inmensos. Enmarcan estas playas. Erosionados día a día por el viento desde algún punto cardinal. Los acantilados, con sus paredes de arena irregular, cuevas, caminos, compiten en la ruta del caminante con el azul y verde del mar, que llena de aroma la curva de este golfo.
Así son las playas en esta pintura de la naturaleza que es Pirámides.
Tantos han detenido su marcha aquí. Algunos como vivencia de la fauna que se expresa cada año: las ballenas. Habitantes inmensas del fondo del mar, ajenas a la felicidad de los visitantes y moradores de Pirámides.Su paso cercano a estás costas, se me hace que nos convierte en intrusos de esta tierra y mar, elegidos por ellas entre tantos. En esos días todo les pertenece, aunque en lo más profundo considero que les pertenece siempre. A ellas, a las ballenas, y al resto de los que continúan en estas costas y por toda la estepa, en sus respectivos ciclos de vida.
Es sano que existan sitios así en esta Tierra, donde la mano humana va alterando y no deja a la vida expresarse tal cual es.

Me voy de Pirámides y de la península, con la satisfacción de haber visto vida y con la ilusión de traer la mía, alguna próxima vez. 

CERTEZAS


¿Qué se puede extrañar de Madryn, con tan sólo cuatro días aquí?
El azul del mar, el verde y el celeste también.
La playa infinita cuando baja la marea y el cúmulo de vegetación que permanece en la orilla, después del ir y venir eterno de las olas.
El agua limpia, fresca, que antes de depositar esas plantas en la orilla, las enreda en mis pies.
La melodía de la espuma de las olas escurriéndose en unas pequeñas piedras, desprendidas de algún acantilado, en una playa alejada, pero no tanto como para que una caminata no me permita llegar.
El viento, sus ráfagas, que invitan a pensar en inviernos cálidos, bajo el abrigo de una frazada, junto al fuego de una vieja chimenea, en un sofá de un solo cuerpo con respaldo alto, leyendo algún libro, mientras una sopa caliente espera humeante en un tazón sobre el suelo.
El viento que parece arrancar techos, torcer ramas de árboles, volar cortinas de alguna ventana olvidada abierta. De cara al viento se me viene todo lo  posible para convivir con él.
La fauna, viva, en su hábitat. Haciendo y deshaciendo sus caminos para sobrevivir. La fauna, conviviendo con su flora, en un sitio donde nada ha intervenido. El lugar que inteligentemente eligen, este humano lo agradece, porque observarla es comprimir el pecho de emoción al ver tanta vida bella que brinda este planeta.
Las anécdotas de viaje. La compañía inesperada de quien partió desde Buenos Aires igual que yo; la confusión de una de sus excursiones, para que terminemos haciéndolas juntas; su afán por hablar español; la música en las mañanas del hostel al desayunar; el resto de la gente que se va sumando, en la cocina, charlando entre comidas, bicicleta, historias de vida y consejos de viaje. Un momento de lectura al mediodía, en la hamaca paraguaya.
Volver al viejo amor que me une al mar. Lo tenía olvidado, descansando. Ha desplegado su fuerza otra vez. Porque el mar, azul y limpio como en estas latitudes, es compañía y melodía. Es camino hasta donde llega el andar; es amanecer y atardecer.
Al fin y al cabo, no sé si se extrañará Madryn, sino este nuevo eslabón en mi cadena de viajes, por el hecho mismo de ser un viaje, uno más de los tantos que he tenido y de los muchos más que vendrán.