23 de noviembre de 2011

TODAVÍA

No queda rastro de buenos recuerdos ni de alegrías. No quedan signos de buenas aventuras ni del despertar. No hay más que euforias que se desvanecen como torbellinos. No hay luz, ni vacio. No hay par.
Guarda un prisma blanco que no reflecta ningún antojo. El cielo es plano en este derredor. Es como un robot con los brazos extendidos, mirando… Hay un cielo de estrellas infinitas rondando el límite de lo que alguna vez pudo ser.

Despojos.
No va más lejos que lo que el abismo permite. Volar no es sólo sueño. Es pesadilla, también. Intenta ser bueno y llenar una sonrisa, pero sólo es un cuento… Uno de esos escritos en los aeropuertos, o en los puertos, justo en el momento que se debe volver.
Y ni siquiera hay luz, ni vacío. Es un poco más que el inicio de un temor. Toma la iniciativa para soplar un deseo y en el espejismo de verlo concreto, se sienta y escribe una vez más su oración. Una que no reza plegarias, telarañas, sino la que equivoca los sueños para vivir otra realidad. O quizá sea esa la verdad que rodea esta quimera. Viajera, certera, justo en el momento que todavía, es la palabra final.

14 de septiembre de 2011

DESTIEMPO

No sé porqué tardamos tanto.
No sé de qué estás hablando.
De vos y de mí.
Sigo sin entender de qué estás hablando.
De que finalmente lo imposible que era tu cercanía, parece que se revirtió, pero así y todo, seguimos separados.
¿Te parece que vos y yo estamos separados?
No es fácil contestar esa pregunta. Tengo que…
No “tenés” nada.
Eso, voy buscando la expresión entre tu vuelo y el mío. Que a veces son tan iguales y a veces son tan distintos. Y así y todo, sé que estamos tardando en encontrarnos.
Vos y yo ya nos encontramos hace rato. Pero ya no uso la palabra “volar”. Ahora no se si vuelo. Seguimos a destiempo, ¿lo ves?
No, aunque a veces sí. Pero a vos te gusta jugar conmigo.
Yo no juego a nada con vos. Ni con vos, ni con nadie. Todo esto nos demora… Pero así y todo, nos encontramos.
Recién dijiste que estamos tardando en encontrarnos.
Sí, lo dije. Pero me acorde de algo.
¿De qué?
De tu cuerpo.

26 de agosto de 2011

EN UNA VÍA DE TREN

Mi lugar ideal es donde haya una vía de tren, una que te lleve hacia alguna parte, pero que te traiga de regreso. Porque por algo ese es mi lugar, porque ahí quiero quedarme.
Una vía que se corte en el horizonte, como si acabara allí mismo y después hubiera tan sólo un misterio. Mi lugar ideal tiene que tener una bocina de vez en cuando que lo desconcentre, la bocina del tren, ese sonido imponente, presente. Que te recibe, pero que también te da un profundo adiós.
Mi lugar ideal tiene que tener un camino cerca, varios dentro, pero uno que sea el que te invite a caminarlo una tarde de otoño al atardecer. Un camino que lleve tu bicicleta hacia el oasis en las calurosas tardes de verano. Un camino que no te pierda, porque ahí cerca estará mi lugar y siempre querré volver.
El misterio de una vía de tren. Donde todo está quieto alrededor y parece que aquel fuera el rincón más abandonado del planeta, con un pedazo de fierro atado al suelo. Aquel extenso camino brillante se interrumpe con la tenue vibración de la máquina que llega, su ímpetu, la firmeza de su andar. La melodía que produce y el dibujo del vapor como un velo de novia. Es como un eco lejano, que despierta una intriga, hasta convertirla en sonrisa. Una máquina que pareciera moverse por su propia voluntad. La locomotora no es más que una fuerza arrastrándose. Y cada vez se hace más nítida su imagen y su color. Y viene la hilera de vagones desparejos, descoloridos, bamboleándose al compás. Nada es tierra firme en el viaje sobre la vía del tren. Unas cabezas asoman por las ventanas, buscan la silueta esperada, la mirada anhelada, la brisa, un aroma que les indique si es ahí donde se tienen que bajar.

El tren se detiene y respira una bocanada de su propio carbón.
Mi lugar ideal es cerca de la vía de un tren. Inhóspito, como escondido debajo de la copa de los árboles. Un lugar al que se llega andando, sin siquiera buscar encontrarlo.
Mi lugar ideal drena el agua de la lluvia por el terraplén. Se convierte en una fresca tarde de primavera del otro lado de la ventana, empañada. O también desde un escalón desgastado de pisadas, con las rodillas al pecho y el rostro salpicado del rocío que trae el viento, como finas rebanadas de la lluvia que cae.
Cuánta plenitud es posible sentir debajo de una tormenta frente a la vía de un tren. La mirada escuchando la lluvia, el reloj sin tiempo y los rieles infinitos cayendo como cascada de acero, allá a lo lejos…
Una estación de tren en mi lugar ideal del destino. Donde no hay comparación ni rivalidad posible, donde todo fluye como la lluvia misma, como la eterna vía, como el denso vapor, como el eco de una bocina que llega. Como el sueño feliz de la bienvenida y de no más profundo adiós. 

23 de junio de 2011

ARCO IRIS

Jackie & Me
Ya te veo brillar, en tu escenario con el brillo del azul del mar. De a poco, a su tiempo, al tiempo verdadero, llega el destello que está guardado. El que comenzamos a ocultar con cada palabra que aprendemos, con cada gesto que practicamos, con las definiciones que nos inventamos. El resplandor que teníamos anidado para no entorpecer el plan, ese que parece perfecto.
Y tan sólo se trataba  de vivir.

El destello que enceguece lo natural. Aunque si nos animáramos a ser más naturales, todo sería una única luz, la nuestra, la innata. No paranoias, no miedos. Pero estudiamos otro manual y gracias a su enseñanza, nos asustamos cuando asoman los rayos de Sol. Y quizá si tan sólo miráramos a través del destello, nos daríamos cuenta que la armonía reina en nuestro mundo. El interior, el natural.  Y no lucharíamos por querer ver lo que no se ve. Ese es el error de creernos enceguecidos por el destello. No estamos ciegos de tanta luz, sino adentro del mar en el que nacimos, pero desacostumbrados a ello.
Y entonces ahí te veo brillar.
Te veo y me veo.
Me veo hoy, como no me veía ayer.
Aunque estas palabras llegaron a mi alguna vez, para reeducarme. Y cuando no fueron palabras, fueron hechos, como el de reencontrarte. La luz se me seguía mostrando, naturalmente, tenía que verla.
Ver.
Darme cuenta.
Y todo a su tiempo, el tiempo natural. A medida que vas demoliendo las barreras te permitís ir avanzando.
Te imagino bailando, sonriendo sonrisas. ¿Hasta dónde llega tu sonrisa? Yo la descubro amplia y la encuentro en el reflejo de la mía. Amplias sonrisas, tan amplias que muerden las orejas. Más sonrisas que cualquiera. Estar en armonía. Vivir para vivir.
Ya te veo ahí bailar.
Y vamos creciendo, encontrando el  lugar, el de uno mismo. No hay planisferio que valga cuando encontrás el lugar. Vivir bailando, como cuando reis al cielo y decís “¿quién me quita lo bailado?”. Ahí mismo está la respuesta.
Aceptar.
No es suficiente darse cuenta que hay que darse cuenta. Si no aceptarlo.
Y quizá alguna otra técnica más.
Y si hoy me tocara llorar, lloraría. Porque así lo vivo, lloro y río. No hay plan, hay sueños. Son más livianos ¿no lo creés? Entonces soñamos y nos despertamos viviendo el sueño o cambiándolo por otro.  Los sueños son más livianos.
Yo, y quizá alguno más, te veo bailar, brillar. Con “b” de “buena”, “bonita”. Con palabras. Pero sin ellas también. Con silencio.
Ahí está el escenario con una sola luz iluminando el centro. La luz nace del suelo mismo y veo tu cara y la mía, sin esperar ningún aplauso, como suspendidas en una amplio arco iris.
Sonriendo.

10 de mayo de 2011

FRAGMENTO

- No soy la luz, soy la oscuridad.
Le sonrió con ternura, a punto de aceptar sin más sus palabras. Pero contestó:
- ¿Qué es la oscuridad?
Vaciló un momento, dejó que la respuesta llegara a sus labios y habló:
- ¡Esto es la oscuridad!
- Esto me gusta.
- No, no te gusta. Pero lo elegís, sin embargo.
- ¿Qué te hace creer que yo…?
- Yo no creo nada – interrumpió.
- Entonces qué es lo que acabás de decir.
- Un decir, eso – hizo una pausa que ella acompañó. – Lo que pasa es que vos me tomás muy en serio.
Hubo otro silencio. La lluvia estaba cayendo cada vez con más fuerza.
- ¿Y cómo es?
Entonces él preguntó con curiosidad:
- ¿Cómo es la luz?
Le gustó esa pregunta. Bajó la vista, permaneció callada, paciente. Y al girar la cabeza, encontró el rostro de él, observándola.
Sonrieron.

29 de marzo de 2011

ABRIL

Para empezar a escribir se necesita un personaje. Y una historia. Unas manos que la escriban sin parar y la pasión por llegar a un mensaje. O a una historia.
El personaje vive en un mundo que nace en un instante. Es el mundo de una historia en sí misma. Para poder escribir hay que viajar sin equipaje, armarlo en cada línea.
Para poder escribir me voy a donde no llego nunca. Viaje solitario del misterio de una noche. Y deseo quedarme encerrado en la cápsula de la imaginación, del sueño de vivir escribiendo una historia. No saber de nada ni nadie. No correr, ni caminar. Llenar la mente del ruido que no se escucha. De opuestos, de contradicciones.
El personaje es un borracho de alguna noche de putas. Camina a un ritmo desprolijo, desentonando con la vereda plana que se extiende debajo de sus pies. La botella vacía que lleva en la mano, hedionda de alcohol barato, es el soporte que sostiene su andar. El peligro acecha próximo a la esquina, donde deberá abandonar la pared y quedará echado a su suerte o mejor dicho, al poco equilibrio que le queda. Debe estar indigestado también. La cantina dos cuadras más atrás, dejó su olor a fritura barata impregnado hasta en su sombra. Eructa. Su cuerpo se retuerce al compás de aquella contracción del diafragma y emite un sonido sórdido, bestial, como de ultratumba. El sabor rancio del alcohol y la cena, se mezclan con el del sudor de alguna mujer que dejó su cuerpo rendido frente a este estropajo, sólo por recibir un par de billetes para completar su labor de aquella noche.
Está solo. El borracho está solo y no se atreve a sentir el dolor. Ha logrado olvidar su rostro por una noche para no conmoverse él mismo con la desgracia de alguien que no debe ser como ahora se lo ve. Ese “alguien” que madura cada idea, que desayuna su café y tostadas cada mañana, que ficha en su trabajo como el reglamento lo indica, que ha jurado lealtad a la bandera, que recibió educación y diplomas. Hoy es simplemente un borracho, para tapar los silencios de sus noches, para herir a ese corazón que late tan sano todos los días, que nadie reclama, nadie ve, pero todos conocen. Hoy, quien lo viera tirado en la vereda, temeroso de soltar la pared para cruzar la calle, no imaginaría que esos harapos más tarde entrarán al lavarropas y que su cuerpo desnudo podrá descansar sobre un mullido colchón.
Si algún día le faltara a alguno de los que hoy dicen jactarse de mi amistad, ese día sabrán entender lo que podrían haber hecho con mi sonrisa y con mis abrazos. Ese día me harán sentir más útil, mejor reconocido. Hoy todos se muestran amables conmigo, comprensibles, atentos a mis inquietudes o a mis ocurrencias. Pero todo lo descartan, todo sigue el curso que los aleja de mí, que me deja mirando solo el horizonte. Si algún día les falto hijos de puta, si algún día les falto sorpréndanse, o quizá hasta alguno se atreva a decir que suponía que esto iba a pasar. Laméntense mi desgracia, como no se la lamentan realmente con el corazón, hoy en día. Bríndense en mi ayuda como no se han brindado hasta ahora. Y jódanse, por haberme perdido para siempre.
La botella vacía es su único testigo. Las manos, en cada ir y venir por sobre su nariz, rejuntan el llanto que aflora por sus fosas nasales. Ya está cansado esta noche, pero satisfecho con haber arruinado un poco más aquella gloriosa salud que lo levanta cada día. Hasta que llegue el momento del fin, el momento en el que comience a llamarles la atención, a preocuparlos realmente.
¿Pero quién le ha dicho al borracho que ellos no se preocupan realmente?
Quizá se lo ha dicho su intención de acomodarlo todo bajo un solo punto de vista. Su persecución de la respuesta final. La necesidad del apoyo constante, de un abrazo, de la compañía. La búsqueda implorante de un destino que le haga ver que ha llegado a la meta. No se da pausa, no se relaja. No disfruta sus momentos. Y ahora, ebrio, es cuando se resigna a su pensamiento asesino de verdades. Deja que lo maneje a su antojo, que lo envuelva en mil y una vueltas, que lo enturbie. Se siente víctima de él y no pretende escaparse. Siempre ve la puerta abierta para huir, pero no la elige. Prefiere este dolor conocido del que después reniega y del que desea poder ser libre. Pero no lucha para eso.
Se compadece de sí. Se apena de su pena e intenta olvidarse del dolor que esto le causa, y así tomar alguna otra decisión más extrema. Pero no triunfa en su intento. Termina como hoy, borracho, olvidando o pretendiendo olvidar algo de lo que pasó. Se imagina libre de su presión de vivir dejando que la armonía lo rodee. Se piensa sonriente, viendo como el ritmo de los pasos se acoplan con avanzar, y no este enroscado camino de tropiezos y heridas que no maduran ni cicatrizan. Se ve atractivo, interesante, como hasta ahora nunca se vio. Se planta en su deseo de volver a vivirlo todo, todo en absoluto. Y ahí está, quieto en un presente del que no quiere ser parte pero que inevitablemente, lo obliga a vivirlo. Entonces vive. Obligado, aturdido, creyendo que todo pasará en algún momento y el dolor y el mal tino se irán. Y se irán con él y todo desaparecerá un día. Se verá a sí mismo a la distancia y al fin respirará sin agitarse en un llanto. Sentirá su cuerpo estremecerse y recién ahí, entenderá cómo debería haber sido.
Soledad. Eso es lo que hay en la esquina de aquella oscura calle, que espera ansiosa que el borracho se anime a cruzarla. Y aunque a veces parezca que hay silencio en la soledad, el borracho está aturdido. Lo aturden tanto los sonidos como la falta de ellos. Se quiere ir a alguna parte donde no tenga que estar a prueba, o por lo menos lograr no sentirse así.
El borracho sigue esperando. Que su vida cambie, que su suerte mejore, que sus amigos vuelvan; que la sal de sus lágrimas se endurezca sobre las mejillas.
Que la distancia entre acera y acera se achique, que no sea tan grande el abismo que su ebriedad tiene que cruzar. Logra dar un paso y luego otro, y otro más, y sin darse cuenta está caminando por los adoquines. Levanta un poco más el pie y sube la acera de enfrente, que lo recibe silenciosa, fría.

9 de marzo de 2011

VOLVER

El barco empezó a moverse y ella corría por los pasillos en sentido contrario. Debía salir, tocar el aire. Al fin pasó la puerta que la llevó al exterior: un nerviosismo se apoderó de su andar. La ansiedad de querer ver lo que no quería ver. Llegó hacia aquel extremo donde el motor rugía con fuerza y el agua del mar se revolvía entre las hélices. Se frenó en la baranda y levanto la vista que sólo buscaba una única dirección. La nave iba tan rápido, que enseguida pudo ver toda la isla por completo, alejarse. Ahí parada, sostenida por la baranda del barco, veía como la isla bonita se alejaba. El Sol chocaba su reflejo sobre el azul del agua, y hacía un poco más difícil sostener la mirada en alto, para despedirse. Estaba dejando una casa, un encuentro con la vida. No daba crédito a ese momento, inevitable, tristemente inevitable…
¿O felizmente posible de revertir?
Vivir la fantasía de la historia que cambia la historia. Tener el coraje para lograrlo. Muchas veces ha estado en el cuento de la mujer que logra despertar en el cambio de vida. La mujer que se perdona y toma las riendas del nuevo camino que elije. Hoy no es ese el cuento. Hoy se aleja, pone fin. Y un gracias por venir, por conocerte, se vuelven las palabras más injustas. Ese sentimiento es el que arranca sus lágrimas: la injusticia de no merecerlo.
Luego, hará un balance, se escuchará en silencio y sabrá que todo se merece en la vida. Que el corazón roto se ha fortalecido y curado para seguir latiendo. Que las ilusiones que lo llenaron hasta explotar, se renuevan. Que se puede volver a poner la hoja en blanco y confiar. Se llenará los puños de claridad para arremeter con lo que venga.
Pero será una historia.
Una que no sabrá cómo vivirla más que escribiéndola. No podrá con ella, no hará más que huirle. Llegará (otra vez) la historia que parece ser la verdadera. El nervio que trae la ansiedad de querer vivirla.
Pero será sólo una historia.
Una que se disfruta trasnochando, para después arrepentirse de la noche que pasó. Una que se gana el lugar de privilegio en la almohada, para desvelar y que la noche pase, como el día, la tarde, la noche, y así…
Será un lindo cuento que no puede escribir, pero que lo refleja en su mirada. La misma que huye, la misma que ama. Vuelve… se escucha desde todas partes, desde todas las direcciones. Y hacia todos los sitios quiere volver. Todos son escenarios posibles. Todos y ninguno, ya ves…
Vuelve… por qué no vienes a vivir aquí… quédate… el próximo año… aquí te esperamos con los brazos abiertos… prueba un tiempo… qué pierdes… confía.
La historia del todo por ganar y nada que perder. Aún no se la cree. Y aunque sí lo sabe posible, debe ser que no se lo cree. Si no, estaría viviendo el mundo. Ahora mismo. Y no estaría en ese barco, o en algún puto aeropuerto,
despidiéndose
como si fuera a no volver.