10 de julio de 2009

SE VENDE

“SE VENDE”, dice el cartel en el frente de la casa. 
Y la vecina de al lado, que conoció a mis abuelos, se puso a llorar. 

A pesar que ya han muerto hace algunos años, que la casa esté allí, o que aún pertenezca a la familia, es como si ellos, mis abuelos, siguieran vivos.
Es como si Don León siguiera abriendo el portón del garage y sacara el taxi para ir a trabajar. O es como si amaneciera otro día con una idea nueva para remodelar la casa, y saliera a comprar materiales mientras el taxi queda en el chapista unos días más, de los tantos que ya ha estado. O es como si Doña Cata caminara lento por la gran casa, con sus eternos dolores de pies, y preparara la comida para León y después quizá pase la tarde mirando alguno de los novelones de la tele. Y en la tardecita, llame a casa y hable con alguna de sus nietas o con su hija y conversen un largo rato.

O aún como muchos años más atrás…

Quizá es como si estuviera allí Chiquita, la que saltaba y movía la cola a más no poder cada vez que íbamos algunos de los nietos. Y se quedaba horas debajo de nuestras caricias. O cuando pedía de entrar en las noches frías de invierno, para quedarse quietita en su rincón, debajo del tocadiscos. A lo mejor pareciera que está por venir alguno de nuestros primeros cumpleaños y la casa se llena de gente y de sillas y de ruidos y de música y de juegos, hasta que nosotras cinco nos ponemos al frente de la familia y hacemos una pieza musical.

Cómo nos divertíamos…

Quizá sea uno de esos días que nos quedábamos a dormir y yo siempre sentía que me caía mal el desayuno, hasta que enseguida entraba bien en confianza y me olvidaba del asunto. Y entonces saludábamos por teléfono a mamá y después nos dedicábamos a jugar ahí, a ayudar a la bobe, a leer los cuentitos, o la acompañábamos al almacén de Don José. O íbamos a la calesita en el taxi del zeide.
Son tan grandes y numerosos los recuerdos, como metros tiene la casa.

Tan grande…

Y hoy, parada en medio del vacío que hay en ella, no puedo más que sentirme inmensa y creer que necesitaría el doble del espacio para volver a disfrutar como disfruté. La casa pareciera que tan sólo fue grande en proporción a mi niñez. Y no es así.
La observo desde la arcada de la cocina, mirando hacia el comedor diario y luego el principal, y si no fuera porque veo la hilera de mesas y sillas que formábamos en cada cumpleaños, no creería que el espacio es suficiente. La observo desde la puerta de entrada de la calle, viendo el pasillo de ingreso, y si no fuera porque me escucho corriendo y agitarme, no creería que con tan pocos pasos pueda recorrerlo. Me paro en medio de la cocina, y si no fuera porque tengo todos los olores impregnados en el recuerdo, no tendría la capacidad de recordar todas las comidas que se hacían allí. Me paro en la habitación que fue nuestro dormitorio los últimos años, y si no fuera porque extraño los acolchados, la biblioteca con sus maravillosos libritos, la mesa con las fotos debajo del vidrio, no podría creer que ese lugar hoy tan frío, me dio tan inolvidables momentos. Al otro lado está la habitación que era de mis abuelos, y si no fuera por el recuerdo de la cama altísima que tenían, creería que con sólo ponerme en puntas de pie, puedo sentirme un poco más alta. Voy a la terraza, y si no fuera porque mis ojos de niña la siguen viendo como la inmensa casa que en efecto cubre, dudaría si en verdad abarca todas las habitaciones.
Es que la casa parece haberse convertido en una maqueta y todos nosotros, pisando estos recuerdos, la desnudamos para venderla al que la quiera comprar. Será el impulso a sacarle no sólo lo que ocupa lugar allí, sino también nuestra historia, que jamás se irá de todos modos, ni de esas calles ni del recuerdo de los que nos conocieron. Los que nos veían cada fin de año asomados a la vereda para sumarnos al baile, cortando la calle hasta bien pasada la madrugada. No he vuelto a tener un fin de año con la misma sencillez. Nos esmerábamos para ver a quien de nosotras cinco miraba el nieto del vecino de al lado, o nos desesperábamos para que nos enciendan las estrellitas para hacerlas girar.

Y feliz año Doña Cata. Y feliz año Don León. Y ellos estaban contentos…

Miro la parrilla y su quincho con techo de chapa que construyó mi abuelo, y si no fuera que supiera lo desarmada que quedó la familia, creería que ese fue el motivo de encuentro y distensión que tuvimos todos para compartir. Apenas unos pocos asados le duró la ilusión de unión a mi abuelo. Después quedaron los mosaicos y sus colores y la parrilla casi intacta para algún próximo que vendrá.
Además de los espacios y sus sonidos, quedaron sus palabras, sus anotaciones, sus miles de papeles. La mayoría son de mi abuelo, el más meticuloso de los dos. Gracias a eso, no solo tengo el recuerdo de sus manos firmes y su hablar extenso y rico en experiencias de vida, sino también su caligrafía y sus planes, sus ideas, sus puntos de vista y algunos sentimientos. Esos me los guardo todos. Con ellos, quizá dentro de algún tiempo, cuando la casa ya no sea nuestra casa, pueda volver a construirla. Y junto con cada recuerdo y cada sensación vea de vuelta esta porción de mi pasado que tanto incide en cada momento del hoy. Cuando la casa sea de otro quizá algún vecino vuelva a llorar. Quizá alguno de los nietos vuelva a recordar y quizá alguna de las hijas no quiera irse de ese lugar. Hoy que la casa está en venta, yo no puedo parar de llorar. Y le pido a mi mente que no se detenga cuando ingresa en medio de aquellos muros, porque sé que luego viene el fuerte deseo de agarrar el reloj y mover el tiempo para atrás. Y volver a ser niño y solamente disfrutar de la casa inmensa que construyó mi abuelo, para que podamos sentirnos felices y jugar.
Quizá, zeide, creo yo, no alcanzó con esta casa. Pero me quedo solamente con los recuerdos que me hacen bien, los ricos olores, las tranquilas tardes, la escoba del quince, los niños envueltos, el “comé que se viene frío”, los estornudos que asustaban, las caricias, la Chiquita, los discos, las reposeras, los cuentitos, los sillones, los cumpleaños, los “comé un poco más”, el barquito que cambiaba de color según el clima, las copitas chiquitas de licor, el rosal, el aloe vera, las fiestas de fin de año, la vajilla…
Cada rincón, cada milímetro de esa casa siempre será nuestro. Porque la casa de mis abuelos no fue sólo esa edificación. La casa de mis abuelos es cada sonido que en ella hubo y todo lo que ocurrió dentro de esos muros. Tus manos, zeide, hicieron posible su recuerdo palpable. Pero la vida, nuestra historia de vida, hizo posible todos estos recuerdos, que harán que ese espacio donde montaste la casa, sea eternamente nuestro.

7 de julio de 2009

DE MIS MANOS

Con la Tierra en la mano como si fuera una pelota de fuego. Jugando, haciéndola rodar. No me quema su calor de más de cien grados. No entiendo cómo logré tenerla en mis manos antes de que me devore. Nos quedamos en el vacío de un negro infinito, ella y yo. Y no le encuentro un espacio de aire que se pueda respirar, sin caer en la tristeza de los recuerdos de aires frescos. Me quedé ésta mañana con la Tierra en las manos. Me puse a llorarla y también le grité. La dejé sobre el piso y empecé a caminar alejándome, pero no pude olvidármela, y regresé. La empujé hacia delante para que llegue bien lejos, y caminé en sentido contrario, pero ella no rodó. Me volví para ver si ya la había perdido de vista; allí estaba, ardiendo, y me conmovió.
Me quedé todo el día con la Tierra en la mano; es mi vida también la que está allí. No recuerdo haber escuchado mentira tan absurda como la del miedo a seguir. Porque viendo las llamas que ardían en mis manos, sentí más valor que temor. Y la risa del viento que avivaba aquel incendio, me invitó a sentarme y confiar. Un instinto verdadero como la vida en estado puro, como la que la Tierra alguna vez vivenció, se instaló entre las yemas de mis dedos y la atmosfera de calor. Me di cuenta que de tan blanda que se puso podía moldearla, hasta estirarla y sacarle la forma de esfera que siempre tuvo. Sería mi Tierra alargada: los ríos serían más largos, los océanos menos anchos para llegar más rápido hacía otro lugar. Algunos árboles serían altísimos y otros pequeños podrían crecer más.
Me quedé jugando con la Tierra en mis manos. Mientras todo a mí alrededor seguía oscuro como la noche que nunca deja de ser. Me quedé mirando el fuego amarillo, rojo, naranja. Ya casi nada quedaba en pie. Decidí no tocarla y dejar que se consuma, el universo ya sabría a dónde llevarme después. La apoyé en el piso, me recosté a su lado y la miré. No le quité los ojos de encima, saltaban chispas de color añil. Me acordé de un verano en que soñé que cambiaría al mundo; después, de un invierno cuando lo olvidé. Y un colibrí que divisé ya sin vida en medio del fuego, me recordó la primavera en la que recobré la esperanza para seguir. Giré la cabeza y me quede mirando hacía arriba, tan solo escuchaba los ruidos de la Tierra quemándose. Cerré los ojos y comprobé que no podía dormirme, que no me iba a dormir más. Que ya el mundo había cambiado. Que ésta ya no era esa vida, está era la verdad. Una verdad oscura, pensando en la luz que conocí. Pero todo estaba muy claro, y tan solo tenía que dejar que la Tierra se consumiera en el fuego y levantarme y seguir.
Me quedé con las cenizas de la Tierra incendiada. Una cremación programada por la propia humanidad. Se hizo daño mucho de lo que habíamos creado. Pero de todas maneras me reincorporé de donde estaba acostada, y ciega como me sentía por tanta oscuridad, caminé llorando siguiendo la luz del interior de mi vida, hasta que encontré estas palabras cayendo de mis manos, y te las empecé a contar.

3 de julio de 2009

EL ABUELO


La corrida en metro desde Issy Le Moulineaux había valido la pena: el tren estaba a punto de partir. Salía a las siete y media de la mañana de la estación París St. Lazarte. A pesar que llevaba ya casi dos meses de trenes y aviones alrededor de Europa, encontrando ciudades y misterios maravillosos, este viaje iba a ser distinto. Otro entusiasmo que el puramente turístico, la estaba conduciendo esa mañana hacía el norte de Francia, allá en el puerto, a tres horas de tren desde París.
Aún no había amanecido. Encontró un sitio donde ubicarse dentro del vagón. Su camino había vuelto a meterse en una vía de tren, alguna similar a la que el abuelo Salomón había recorrido desde Polonia, unos ochenta y cuatro años atrás. El mismo transporte, un motivo diferente y el mismo destino: el puerto de Cherbourg. Intentó mirar hacia fuera pero entre la oscuridad del exterior y la luz dentro del vagón, sólo pudo ver reflejada su propia imagen en la ventanilla. Aburrida, cerró los ojos para descansar. 
Cuando volvió a abrirlos, estaba amaneciendo. Empezaba a lucirse de a poco el verde de los campos franceses. Tomó un libro del bolso que traía consigo y encaró la lectura. Necesitaba matar la ansiedad de querer llegar a destino. Se distrajo. Levantó la vista del libro y miró por la ventanilla, una vez más. 
Mara había conocido al abuelo paterno Salomón por fotos y por los relatos de su padre, que no escatimaba en detalles, a la hora de contar historias sobre él. Mara sabía que pisar tierra en el puerto de Cherbourg iba a ser un encuentro con el que había cambiado el curso de su vida, subiéndose a un barco con destino a Buenos Aires, ochenta y cuatro años atrás.


Habían transcurrido dos horas y media de viaje. La puntualidad de los trenes europeos le daba la certeza de que en media hora más, estaría en destino. Atrás había quedado la densa neblina de las primeras horas del alba, luego habían pasado unos temibles nubarrones y ya hacia el final del recorrido, la urbanización de Cherbourg había comenzado a asomarse. Divisó un cartel sobre una colina con el nombre de la ciudad. 
Intentó imaginarse con su abuelo en aquel viaje e intentó experimentar sus miedos y expectativas, su tristeza por dejar la tierra donde había nacido, mezclada con la necesidad de huir de la guerra, de las persecuciones y del hambre. Imaginó el tren precario al que Salomón se habría subido. Viajar en tren pareciera ser un viaje eterno, un viaje donde la mente descansa y se abre, tanto o más, como la amplitud que una ventanilla lo pueda permitir.
Una vez en Cherbourg y saliendo de la estación de tren, Mara encontró unos carteles que contaban la historia de los buques que en el correr de los años habían partido desde allí. Parte de su historia estaba en aquel puerto. Miró a su alrededor para ubicarse hacia dónde ir. Estaba por cerrar un círculo y su abuelo estaría feliz de que una de sus nietas haya llegado a la parte del mundo donde él comenzó un camino de esperanza y cambio. Mara caminaba hacia el sector de los transatlánticos y en cada paso imaginaba los edificios más viejos, los caminos más precarios y los barcos menos lujosos.
Cuando llegó al borde de la plataforma, el inmenso océano azul se brindó ante su vista. Había un edificio antiguo que hacía las veces de museo y que en aquellos años, había sido el sitio de embarque y desembarque de los pasajeros de los buques. Un poco más allá, había varios veleros particulares anclados. Frente a la explanada de la plataforma, había unas piedras enormes, las cuales eran bañadas por el agua del océano y sobre un costado, al igual que en los comienzos de la construcción del puerto, estaba el ingreso de los transatlánticos, que por esos días no se cargaban de almas tristes en busca de un nuevo porvenir, sino de millonarios que miraban el mundo ciertas veces con arrogancia, ignorando la historia de las piedras de Cherbourg.
Mara se detuvo a observar el sitio de anclaje de los transatlánticos. ¿El abuelo había estado ahí? ¿Ahí mismo? ¿Ochenta y cuatro años atrás? Estas preguntas en su mente habían llevado a Mara a una nueva dimensión del puerto de Cherbourg.
Se dio la vuelta y puso atención en unos pescadores que hacían lo suyo, allí en el borde de la plataforma. Y de repente, ya nada de lo que había estado haciendo en esos dos últimos meses, había valido la pena. Tan sólo haber llegado a Cherbourg se había convertido en el principio y el fin de la travesía. Miraba al horizonte que brindaba la línea donde se juntaba el océano y el cielo azul, e imaginaba los sonidos de aquellos días: qué extrañas imágenes que intentaba ver, qué mezcla de murmullos y bocinas de buques y trenes estaba intentando presenciar. Se sentó junto a las enormes piedras de la explanada y dejó que su cuerpo se moviera a la par del viento.
Y Mara lloró. Pensaba en los rostros, las esperanzas. Se veía como parte de ese maravilloso mundo europeo que estaba descubriendo a través de trenes, aviones y buques, ahora también. Mara lloraba sin consuelo. Hubiera querido sentir en ese momento el abrazo de su padre y observar juntos el puerto acerca del cual Salomón seguro, había hablado alguna vez.
Inmersa por completo en esa porción de su historia, ahora detenida en el tiempo, siguió con la vista el buque en el que viajaba el abuelo, hasta verlo salir del puerto y convertirse en un punto en el horizonte.
El círculo se estaba cerrando. Los ecos de aquella partida habían encontrado quien los escuchara y Mara se sintió satisfecha de haberlos oído. Había completado otra experiencia en este viaje, la más valiosa quizás: un abrazo con su abuelo. Abrazo que comenzó desde el momento en que subió a ese tren en París, el que la llevaría hasta  el inolvidable norte de Francia, hasta el eterno puerto testigo de su historia: el puerto de Cherbourg.

1 de julio de 2009

BOLSAS

Lleva unas bolsas sobre su espalda. Blancas, verdes, atadas unas con otras. Bolsas dentro de otras bolsas.
Se aleja caminando, bamboleándose, como luchando con el peso sobre su espalda, como si fuera una caparazón. Murmura la miseria que la cubre. Mira desde un par de ojos tan sensibles como el plástico que la rodea. No tiene victoria ni orgullo.
Sus pies encastran en dos andrajos que apenas se levantan del piso al caminar. Una porción de tela simula ser una falda para proteger del frío una parte de su cuerpo. O quizá tan sólo está allí, ajustada a su cintura, desde algún día en el tiempo, cuando comenzó a deambular. Lo mismo su torso; apenas cubierto por unos harapos.
Se percibe que es mujer por la deducción a simple vista de su cuerpo. Pero su rastro es mucho más complejo como para imaginarla con una única identidad. Es una persona, entonces tan sólo, afuera de la verdad de la vida. Carente de la energía de la que es parte.
Se aleja cada noche por la vereda vacía. Me sorprende con su murmullo cuando menos la llego a recordar. Y su cuerpo pequeño, arruinado, me conmueve en las entrañas y a veces hasta pienso en acercarme, y preguntarle hacia dónde va.
Pobre viejita, es el consuelo a mi corazón que la mira alejarse. Y me pregunto si tuvo hijos o si los soñó.
La miro mujer, pobre viejita, que camina en la noche de esta ciudad maldita, que le da más frío a sus pies. Que le da más bolsas a su caparazón.