15 de octubre de 2008

El último horizonte

Alguien, alguna vez, quiso explicar lo inexplicable. Justificar lo desmedido. Habló fuerte y proclamó que todo pasaría en poco tiempo. Inventó una semilla de vida, donde ya nada podía germinar.
Le creyeron. Ciegos frente a lo que estaban viviendo. Ignorantes. La inmensa rueda que revuelve todo, hizo que aquellos que estaban viendo dolor, lo dibujaran de normalidad.
Tomaron conciencia cuando los glaciares comenzaron a derretirse. Y vieron como se inundaban sus vanidades. Corrieron rápido por el poco camino seco que quedaba. En ocasiones, tuvieron que subirse a los techos de las casas, que se desmoronaron como la torre de un mazo de naipes.
Los más pobres, los más ricos. Los de clase media. Nadie estuvo a salvo.
Algunos pensaron que algo habían hecho para prevenirlo. Fueron los que se quedaron haciéndole frente a las tormentas, que cayeron furiosas, burlándose de las necedades. Las ramas de los árboles llovieron en seco sobre sus cabezas. Fue cuando entendieron de donde podían haber colgado su alegría, alguna vez.
Los más jóvenes, los más viejos. Los de mediana edad. Ninguno de ellos salvó el pescuezo.
En otra parte se calcinaron los pasos que ya no volvieron a repetirse. Y no hubo aves, ni mamíferos, ni peces. Allí no hubo agua, mientras algunos se ahogaron en los techos de sus casas.
Se consumieron.
Todas las mañanas, todas la tardes. Cada noche. No hubo espacio para retroceder.

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